16 agosto (1): ¿Por qué es tan difícil?
- Javier Garcia

- 16 ago 2020
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En una de esas tardes desocupadas y plomizas de las del mes de agosto, me entretuve curioseando cuántos y cuáles eran los volcanes que habían entrado en erupción durante lo que llevamos de 2020. Dejadme, pese a lo prolijo de la lista, que os cite a todos ellos: Aso, Dukono, Ibu, Kerinci, Klyuchevskoy, Krakatoa, Kuchinoerabu-jima, Merapi, Nevados de Chillán, Popocatépetl, Sabancaya, Sakurujima, Sangay, Semeru, Shiveluch y Sinabung. Estoy seguro de que habréis renunciado a leerlos en su completa literalidad y saltado a las líneas siguientes en aras de la brevedad y de evitaros cierta sensación de dislexia; y es que, si hay algo común a casi todos ellos, es que sus nombres son extraños y difíciles (y eso que no compiten con la erupción islandesa que colapsó el tráfico aéreo europeo en 2010: Eyjafjallajökull).
Otro tanto de lo mismo se puede afirmar de los nombres que, hasta hace bien poco tiempo, solían elegir para sus hijos en los pueblos de Castilla y, muy especialmente, de León. Sin aburrir, sus esquelas mencionan a propios tales como: Arnulfo, Baraquisio, Benilde, Clotilde, Hierónides u Onesiforo. Muchos de origen germánico, pero cuyos radicales primigenios no se suelen conocer muy bien; otros de connotaciones clásicas o judías.
A estas alturas del artículo alguno se preguntará de qué diablos estoy escribiendo. Que nadie se inquiete, que voy aterrizando: los volcanes y los nombres castellano-leoneses tienen dos cosas en común, que son difíciles e insólitos, y que no se sabe el porqué de esa compartida preferencia por el rococó más exclusivo. Esta inesperada comunidad de peculiaridades entre volcanes y nativos mesetarios alcanza, también, a determinadas cuestiones políticas que son difíciles de citar y, no digamos, de que se debatan, sin que nuestros prohombres de la patria se rasguen las vestiduras.
Por su vigencia, me vienen a la cabeza un par de ellas: la posible derogación de la Reforma Laboral de 2012 y el dilema monarquía o república. Contra la primera que, no lo olvidemos, figuraba en el programa electoral de la coalición gobernante, se han alzado muchas voces, algunas de economistas de reconocido prestigio, las más de populares tertulianos. Los tibios juzgan la medida inoportuna, dada la delicada situación económica, y sugieren demorar cualquier iniciativa al respecto. La mayoría, sin embargo, se alinea en el ala crítica más dura, y afirma que la derogación de la norma es imposible, ahora y más tarde, sin causar la quiebra de miles de empresas y, consiguientemente, de la ya descalabrada hacienda de nuestro país. Auguran, claro, una pérdida trágica de competitividad y la huída masiva de las compañías transnacionales. En este, y otros asuntos, creo que los denominados "expertos" y, los que sin serlo, se arrogan tal condición, tratan de necia a la ciudadanía, porque resulta que el universo no colapsó antes de 2012, que las empresas podían ganar dinero, que muchísimas grandes corporaciones se afincaron en nuestro país y que, además, una mayor estabilidad laboral impulsaba el consumo de la clase trabajadora.
Respecto de la forma de estado, el debate se sustancia en parecidos términos: se pone en solfa a quienes ponen en tela de juicio la monarquía y se sofoca, incluso, cualquier voz discrepante (desde abril de 2015 la encuesta del CIS no incluye pregunta alguna sobre la Casa Real y sus integrantes). Aun entre los que, por filiación política, se presume cierto republicanismo, los hay que consideran que no es el momento para discrepar en esto cuando hay tantos otros problemas más urgentes que solventar (nunca es el tiempo para ciertas mudanzas) o, alternativamente, que como no se dispone de mayorías parlamentarias capaces de impulsar un cambio constitucional de esa hondura, es mejor no abrir la caja de Pandora (olvidando que lo que se exige es que se permita que el pueblo soberano se manifieste, y el parlamento, con independencia de su composición, no puede, ni debe, silenciar la voluntad popular). Lo cierto es que, en una sociedad verdaderamente democrática, ninguna de sus instituciones habría de mantenerse al margen de la crítica. Los cargos de Jefe del Estado, de Presidente del Gobierno, de Ministro o de Presidentes de las distintas Comunidades Autónomas tienen que ser cuestionados por la opinión pública en un contexto de absoluta normalidad institucional. A los ciudadanos les acoge el derecho inalienable de decidir sobre todas las cuestiones políticas, incluida la forma de estado, que no nos la impuso grabada en piedra ninguna divinidad. En cuanto a los que arguyen la inconveniencia de las circunstancias, diré que cuando el anterior Jefe del Estado abandona precipitada y secretamente el país, sin duda para proteger a la institución y a su heredero, es que él mismo considera que su figura y lo que representaba están ahora en seria cuestión, y la carta que remite al Rey lo confirma: “por la repercusión pública que están generando ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada". Si el propio Juan Carlos de Borbón así lo estima, no debe de sorprender la agitación popular suscitada por el deterioro de su imagen y la reactivación de un deseo de autodeterminación republicano siempre latente; así que nunca fue más pertinente y perentorio el preguntarnos sobre cuál ha de ser la forma de estado en el siglo XXI.
Para los que se escudan en las formas y su complejidad, recuerdo aquí que la última modificación de la Carta Magna, la Reforma Constitucional de 2011 de "estabilidad presupuestaria" (artículo 135), que antepuso el pago de la deuda pública a la ejecución de cualquier otro gasto de los contemplados en los Presupuestos Generales del Estado, se publicó en el BOE tras un trámite parlamentario de solo unos pocos días.

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