14 mayo 2023 (2): Éramos pocos y…
- Javier Garcia

- 14 may 2023
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 15 may 2023
Durante la “feliz” etapa del desarrollismo, que siguió al fin de la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo adoptó una cara amable en buena parte porque había que competir con los experimentos del socialismo real, pero también porque el consumo masivo multiplicaba los beneficios de la industria de la manufactura. Así, fue bandera de aquel tiempo que cualquier núcleo familiar de clase trabajadora, con la sola percepción de un único salario, pudiera disfrutar de vivienda propia, nevera, televisor y utilitario. De más está decir que ese crecimiento desbocado era posible suponiendo ilimitados los recursos naturales y manteniendo a gran parte de la humanidad excluida del sistema.
Los tiempos han cambiado, se está esquilmando al planeta, que ya está dando serias muestras de agotamiento, manifestadas en el cambio climático y la acumulación imparable de residuos. A la par, la población mundial crece desmesuradamente y, lo que es peor para los señores del mundo, muchos de quienes hace pocas décadas apenas consumían se han incorporado al proletariado urbano, con lo que esto significa de incremento de la demanda de los bienes antes solo al alcance de los asalariados del primer y, en menor medida, también del segundo mundo.
Las élites saben que comparten con el resto de la humanidad esta nave espacial llamada Tierra y que, a escala planetaria, correrán la misma suerte que los más desheredados de la fortuna. Tienen pues claro que algo hay que hacer, que es perentorio revertir o, al menos, frenar el calentamiento global, para lo que hay que detener las emisiones masivas de gases de efecto invernadero, que no es posible continuar con el consumo descontrolado de plásticos de un solo uso, que es inevitable disminuir el gasto energético, etc. El problema es que, si se acomete el radical cambio de paradigma que todas esas acciones precisan, el modelo económico de crecimiento ab infinitum colapsa y, con él, se van al traste los beneficios empresariales y, tal vez, la sumisión de las clases más bajas que, condenadas a pérdidas inaceptables de calidad de vida, podrían sublevarse y acabar con el sistema económico de mercado que lleva gobernando el mundo desde que las comunidades de cazadores recolectores dispusieron de tiempo para dividir el trabajo entre sus integrantes.
Por supuesto que los súper ricos también saben que los de su clase representan una exigua minoría de la humanidad, de modo que creen posible compatibilizar el control de los indicadores macro, en los aspectos de su evolución que a ellos también perjudican, a costa de las clases inferiores sin que, por supuesto, se rectifique la ininterrumpida mejora de su privilegiada condición, merced a los avances científicos y tecnológicos, ahora solo puestos a su servicio y vedados a todos los demás.
Si en esta lucha por los recursos hay un bien que todos perseguimos con avidez es el de la propia existencia. Todos aspiramos a vivir más y con mayor salud, y somos muy poco tolerantes ante la eventualidad de una sociedad en la que la esperanza de vida difiera notablemente en función del nivel socioeconómico. Por eso, y para evitar conflictos, se adoptó mayoritariamente un modelo universal de sanidad. Pero el creciente número de asalariados, derivado del propio aumento de la población, de la transformación de los antaño países del tercer mundo y de la incorporación de la mujer al mercado laboral, está haciendo muy difícil mantener la calidad de la atención médica a tamaña masa humana sin que las contribuciones empresariales se desboquen. Por eso, y porque la medicina privada es un grandísimo negocio, los gobiernos de la mayoría de los países llevan años recortando paulatinamente (para que los usuarios se vayan acostumbrando al deterioro sanitario sin reparar demasiado en él) las prestaciones de la atención universal, a la par que introduciendo el copago. En última instancia, lo que preocupa a estas gentes privilegiadas, es que los nuevos tratamientos personalizados, la mayoría basados en la manipulación genómica y proteómica, pueden ser tan eficaces como complejos, o sea, disparatadamente onerosos y, a su juicio, imposibles de poner a la disposición de todas las personas sin riesgo de verse perjudicados (no están dispuestos a que se repita el “error” cometido con la reglamentación de los trasplantes, que ha proscrito la compra venta de órganos e impuesto unas listas de espera cuyo orden solo depende de las necesidades de los pacientes y del mejor uso de los escasos órganos disponibles). Porque la muerte es aún más dolorosa cuando mucho se posee y se goza, los potentados de hoy, como los grandes reyes de la antigüedad, aspiran a la inmortalidad, de hecho, ya hay algunos que están creando empresas e invirtiendo fabulosas sumas de dinero para desentrañar los misterios del envejecimiento; pero claro, son plenamente conscientes de que este sí que es un bien del todo imposible de compartir, so pena del advenimiento de una suerte de distopía habitada exclusivamente por feroces ancianos practicantes del canibalismo. Esta élite tan ansiosa por prolongar su existencia ve con suma desconfianza la creciente esperanza de vida del vulgo. Ya en 2012 el FMI mostró su preocupación por las implicaciones financieras de la mayor longevidad y otros prebostes del sistema también se han manifestado en el mismo sentido durante la última década y media. Les inquieta el coste de las pensiones, pagadas parcialmente con las aportaciones empresariales, así que han presionado, y conseguido, que la mayoría de los gobiernos occidentales hayan diferido la edad legal de la jubilación. La jugada es redonda: se empieza a pagar más tarde y se acaba antes, porque está sobradamente probado que, cuanto más tarde se retira uno de la vida activa, antes fallece.
En lo que toca al necesario, pero obligadamente indoloro frenazo al consumo, los mandamases del cotarro se han fijado en el coche; después de todo, tras la vivienda, es el bien que, tanto para su fabricación como en el curso de su vida útil, más recursos acapara. Y han creído encontrar en el automóvil eléctrico la solución a sus desvelos; de un lado, el coche “a pilas” se define como de cero emisiones (no sé si han calculado debidamente las causadas por la fabricación de las onerosas baterías o la capacidad de generación de la energía eléctrica renovable que demandará) y, de otro, su introducción, acompañada de la proscripción de los vehículos movidos por motores de combustión interna, proporcionará el pretexto ideal para justificar el salto cualitativo en los precios destinado a expulsar de la vía pública a los más modestos conductores, a los que se les ofrecería los sucedáneos “correctos” y “sostenibles” de bicicletas y patinetes. Simultáneamente, y para controlar la dependencia del transporte privado, se ponen en práctica otras medidas coadyuvantes: el teletrabajo, el retorno de las instalaciones industriales a los cascos urbanos, bajo el supuesto de que ahora se trata de una producción limpia, y el disparatado encarecimiento del turismo que, como casi todo lo demás que beneficia a las masas, se estima que ha llegado demasiado lejos en su expansión, de modo que es perentorio volver grupas, finiquitarlo como fenómeno masivo, y devolvérselo a sus “legítimos” y exclusivos propietarios: los integrantes de las clases más favorecidas.
Después de los párrafos anteriores, seguro que mis lectores más habituales se habrán quedado estupefactos ante la supuesta conjura del poder económico que denuncian, ya que siempre he escrito contra la conspiranoia. Tranquilícense mis fieles porque todo el texto previo está escrito como una suerte de parábola. En realidad no creo que exista un club Bildelberg que trace los designios de la humanidad, pero lo que sí ocurre es que las medidas y políticas particulares adoptadas han sido alumbradas en el caldo de cultivo de los think tanks neoliberales y, siempre, teniendo como faro la preservación de los intereses de las clases más privilegiadas. De modo y manera que, como sucede con la falacia del “diseño inteligente”, último refugio del creacionismo de último cuño, o con el orden de corto alcance que rige los complejos movimientos de las bandadas de estorninos o de los cardúmenes de peces, aunque parece que los acontecimientos obedecen al designio de una inteligencia superior o colectiva, lo que en realidad sucede es que todo es obra del sistema capitalista, el “relojero ciego” que, movido por las leyes del mercado, evoluciona, adaptándose al nuevo contexto y explorando todas las vías de supervivencia.
Sea cual sea el motor del cambio, en el futuro se ha de desistir de crecer, incluso cobra visos de verosimilitud un decrecimiento moderado en los consumos y en la producción de bienes. Difícil encomienda esta de nadar y guardar la ropa, quiero decir que se han de mantener los mínimos de calidad de vida, imprescindibles para que el mundo no se deslice hacia el abismo de las revueltas y el caos y, a la par, garantizar la opulencia indefinidamente creciente de los privilegiados. El truco del prestidigitador es mantener o, incluso, incrementar el valor con menos. Y la única forma de conseguirlo es valorizando los intangibles, los bienes virtuales. En ese contexto hay que inscribir la inusitada escalada del peso económico y financiero de las empresas denominadas “tecnológicas”, la obsesión por los datos y la informacion y, últimamente, el despegue de la minería de las cripto divisas y del mercado de los NFTs (Non-Fungible Tokens). El problema de todo esto es que la materialidad lo impregna todo, y que estos nuevos y casi indefinibles entes subsisten sobre lo físico, y dependen de un suministro ininterrumpido y brutal de energía, a todas luces insostenible. Y con esta cabriola volvemos al principio, no hay solución posible de la mano del mercadeo ni futuro para una civilización que se muestra contumaz en el mantenimiento del sistema vigente, ya decrépito. Como la evolución darwinista, la selección de mercado ha llevado al capitalismo a la fase del gigantismo, y ya sabemos que los colosos que dio a luz la naturaleza, demandantes de recursos sin fin, se tornaron muy vulnerables ante las contingencias imprevistas. Estamos en los últimos estertores de la épica humana.

Ni crisis climática ni hostias... una vez extinguida la Unión Soviética y con ello la amenaza del comunismo, caretas fuera. Lleva años diciendo estos nazis eugenistas que sobra gente en el planeta cuando la mitad de los recursos se dilapidan por lo irracional y criminal del sistema capitalista que hoy domina globalmente