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11 octubre (2): Las tribulaciones de un imaginario médico madrileño

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 11 oct 2020
  • 3 Min. de lectura

Después de un montón de meses atendiendo consultas telefónicas entre las ocho y media de la mañana y las seis y media de la tarde, bocadillo apurado ansiosamente mediante, y asediado por las más que justificadas quejas de mis pacientes, aguardaba este puente como el campo las lluvias otoñales. Esta inacabable espera ha alcanzado el paroxismo esta última semana, en la que hacíamos y deshacíamos equipajes al ritmo de las trepidantes noticias en torno al tira y afloja entre el gobierno de la nación y el sublevado de Madrid. Que si estaban negociando, que si apelaban a la justicia (no sé yo por qué unos señores vestidos de sayones tienen más autoridad moral, y de la otra, que el resto de los mortales)... Total, que en mis delirios tan pronto me veía degustando un magnífico cochinillo y celebrando el anual rito de las castañas asadas, regadas con el mejor moscatel, como junto al ministro Illa, que se me aparecía, vengador e iracundo, y me confiscaba esas deseadísimas viandas, al parecer tan volátiles como la cotización de los valores en bolsa durante este tiempo de incertidumbres.

Y todo ello retransmitido en directo a mis padres políticos, que nos esperaban en su pueblo de Ávila, más colgados del teléfono que mis hijas adolescentes de las redes sociales. Tanta y tan prolongada comunicación nos ha hecho bajar la guardia, de modo que el facha de mi suegro ha terminado por confesarme que, en materia de confinamiento, es partidario de Sánchez, porque prefiere que no vayamos y así evitarse el riesgo de ser contagiado... por mí. Justifica su querencia por la sangre de su sangre argumentando lo peligroso de mi profesión, pero obvia que mi mujer es profesora en un instituto y sus nietas andan por ahí, hacinadas junto a las amigas de su aula, en cualquier sucio y estrecho local de juventud. Yo también me he sincerado con él y resulta que, pese a que siempre he dado mi voto a la coalición progresista actualmente gobernante, en esto soy partidario de Ayuso. Y no por nada, ¡porque quiero huir unos días de esta ciudad, coño!

Por su parte, mi suegra dice que lo que falta es fe y, más osada que los desesperanzados y silenciosos obispos, piensa que hay que dejarse de tanta mascarilla y rezar. Su hija, mientras tanto, abandona las consideraciones físicas y metafísicas y, como yo, se alinea con Ayuso, porque ella también siente la necesidad de descansar. Mis hijas, claro, son correligionarias del abuelo y, de paso, del gobierno de España, porque en el pueblo no tienen amigas y abominan esos tropezones callejeros con un montón de vecinos cotillas que les dicen cuánto han crecido, mientras examinan el estado de nuestras finanzas por los modelos de móviles que exhiben.

En este frenético ir y venir me he sentido miserable. Mi conciencia, un Pepito Grillo mucho más impertinente que el que amargaba las piras de Pinocho, me ha estado reprochando mi incivismo y poca profesionalidad. Pero, a la vez, su némesis, un homúnculo, pelín desvergonzado, que debo tener alojado en alguna recóndita esquina de mi cerebro de reptil, me ha estado susurrando un montón de razones para mi dimisión de la evidencia científica. Según ese tunante, la ciencia ha sido incapaz de emitir consignas indiscutibles y las distintas administraciones han adoptado muy diversas medidas ante circunstancias similares.

Pero, en fin, se acabó la polémica, el gobierno español ha decretado el estado de alarma en la Comunidad de Madrid; así que algún cerdito más vivirá para contarlo, muchos hosteleros se tirarán de los pelos y la sanidad pública seguirá hecha unos zorros; que sobre eso, y acerca de quién tiene la responsabilidad por ello, no hay la menor duda.

 
 
 

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