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11 junio 2023 (2): Rusty y la existencia

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 11 jun 2023
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 12 jun 2023

Mi perrito Rusty ha muerto. En su lugar solo queda el opresivo dolor de la pérdida, de saber que nunca más responderá a mis mimos con el alegre pendulear de su colita, ni demandará su parte de lo que como con sus ladriditos de consentido.

Es difícil adaptarse a una vida sin él, porque siempre estaba, no lo distanciaba de mí ninguna ocupación ni responsabilidad, que solo eran mías a la hora de asegurarle la compañía y calidad de vida que su personita demandaban. A cambio solo daba amor, un cariño incondicional y, tan noble, que en los más de trece años de convivencia jamás mostró enfado ni tuvo un mal gesto. Seguirá viviendo por siempre en las mentes de su familia, que lo hemos sido a todos los efectos, sin apartheid alguno por el irrelevante hecho de que nuestro último antecesor común tal vez viviera hace setenta millones de años.

Supongo que muchos me entenderéis y otros, con la misma razón y sin la experiencia de haber convivido con un can, pensaréis que me extralimito en la elegía y el duelo. Pero lo cierto es que su fallecimiento, como ser querido que era, me ha suscitado las mismas inquietantes reflexiones sobre la mortalidad que en su día lo hicieran las irreparables pérdidas de mis padres.

Y es que uno se consuela considerando que quien nos dejó fue feliz, que tuvo una existencia dichosa, digna de ser vivida. Así ha sido, sin duda, en el caso de todos mis próximos ya desaparecidos, pero me abruma que, tras el deceso, solo nosotros, los que todavía somos, podemos hacer ese balance positivo de sus vidas. ¡Si a los difuntos, ya privados de cualquier nueva experiencia, por lo menos les restara la capacidad de evocar lo que ya vivieron!

Reparo en que es precisamente eso, y nada más, lo que ofrecen muchas creencias religiosas cuando prometen a los justos el gozo de un eterno paraíso; una instantánea pero plena consciencia de todo lo vivido… en la Tierra. Porque “durante” la eternidad inmutable no pasa nada, no se alteran los roles de poder, no cambia el estado de ánimo de los bendecidos, su presunta dicha inacabable… en definitiva, nada  ocurre. Y cuando no hay sucesión de eventos, cuando nada acontece no puede haber relojes, y sin relojes no hay tiempo. La supuesta eternidad no es más que un instante de duración infinitesimal, pero que no periclita o, alternativamente, un no estado (porque los estados solo se pueden definir con referencia a otros posibles, desde o hacia los que se puede transitar).

Así que, se crea en algo trascendente o no, no hay nada experimentable más allá de la vida terrenal, un parpadeo luminoso en medio de la infinita oscuridad. Ni siquiera queda refugiarse en el recuerdo, porque las tinieblas de la nada previa y posterior extinguen la llama de lo vivido hasta sus últimos rescoldos. Queda el consuelo solidario de que tampoco aquellos desafortunados que soportan cotidianamente el sufrimiento y el dolor tendrán que experimentar el añadido suplicio de hacer desalentadoras consideraciones acerca de las que fueran sus miserables existencias.

 
 
 

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