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11 julio 2021 (2): Vacunado... ¿para qué?

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 11 jul 2021
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 14 jul 2021

El lunes pasado, en medio del fragor generado por el aumento de los casos COVID, me administraron la segunda dosis de la Astra Zeneca. Hace solo unos meses ese instante hubiera sido considerado como indudablemente gozoso, máxime cuando, como yo, la mitad de la población del estado ya ha recibido la pauta completa de inmunización, pero resulta que ahora predomina una tal variable Delta del virus y España acumula un cuarto de todos los positivos registrados en la UE durante las últimas dos semanas (aproximadamente cuatro veces lo que le correspondería en razón de su peso demográfico).

Como en varias ocasiones anteriores, parece que, como ya apuntara el Generalísimo, "Spain is different". El argumento que se esgrime para explicar el aumento de contagios es el de siempre: hay un montón de irresponsables, particularmente jóvenes que, desoyendo todas las alertas, hacen botellones, retozan promiscuamente y, en fin, se exponen a los fluidos de sus camaradas con el consiguiente riesgo de transmisión. De partida hay que recordar que el ocio, aunque significativo entre las causas del progreso de la pandemia, no es en absoluto determinante; las propias autoridades de salud del Gobierno Vasco manifestaban hace pocas fechas que unos dos tercios del total de los focos de contagio tuvieron su origen en los entornos laboral y educativo. Por otro lado, para explicar el hecho diferencial ibérico, no basta con proponer el lamentable comportamiento de unas hordas de irresponsables, en cualquier caso tan ubicuas como el catarro o las ladillas, sino que también habrá que hallar alguna variable que en España diverja manifiestamente de los valores arrojados por las otras sociedades tenidas en cuenta para la comparativa.

¿Somos, por naturaleza o cultura, más incumplidores de las restricciones adoptadas? Pues yo diría que no, aunque mis pruebas no pasen el exigente filtro del método científico; hace solo un par de semanas que portar mascarilla en todo lugar y condición dejó de ser preceptivo y, sin embargo, una mayoría abrumadora de la población aún la viste. Así que, señores sermoneadores, dejen de abroncarnos porque, en lo que a cauciones respecta, somos más papistas que el Papa.

¿Nos conducimos como más fiesteros e irreflexivos cuando nos juntamos en olor de amistad a tomar unos tragos o en el contexto de un evento multitudinario? Creo que tampoco hay fundamento para afirmar tal cosa; sobre todo después de lo que hemos constatado por la televisión con motivo de la Eurocopa. Efectivamente, nos hemos hartado de ver estadios repletos de rubicundos y desquiciados hinchas de cualquier bandera que, sin ningún elemento de protección y lorza con lorza, vociferaban cánticos patrióticos a la vez que servían de aspersores perdigoneando aerosoles cerveceros a sus vecinos de grada (por cierto, si ha habido un estadio más recatado y, de paso, aburrido, frío y tristón, ese ha sido el de La Cartuja, en el que se ha autorizado un aforo máximo muy por debajo de lo permitido en otras sedes y donde la totalidad de los asistentes ha estado obligada a portar la consiguiente mascarilla).

¿Viajamos más y disponemos de más tiempo y dinero para nuestras vacaciones, de modo que se propicia una mayor proporción de contactos indeseables entre no convivientes? ¿Alcanzamos en nuestro asueto niveles de paroxismo desconocidos por nuestros conciudadanos europeos? Pues tampoco lo veo como probable. La mayoría de nosotros tenemos menor capacidad de gasto y, me parece obvio, las cosas que hacemos los ciudadanos del mundo desarrollado durante un par de semanas de vacaciones son esencialmente las mismas en todos los sitios. No creo que nuestros nórdicos vecinos empleen su preciado tiempo libre en seguir una dieta ayurvédica y pasar largos lapsos de meditación trascendental ni, alternativamente, a recogerse en un monasterio benedictino para mejorar su gregoriano a laúdes.

Sí hay, sin embargo, un par de factores diferenciales evidentes por más que quede muy feo señalarlos con el dedo: en la mayoría de los estados pertenecientes a la Unión Europea hace más de un mes que se ha liberalizado la gestión de la vacunación de modo que cualquiera, de cualquier edad, ha podido inscribirse para la inmunización. Aquí, por el contrario, la población más joven, a todas luces la de vida social más intensa, aún espera a ser llamada y permanece desprotegida ante el virus. Igualmente, como España ha mantenido las restricciones y la mascarilla por más tiempo y hasta muy recientemente, la repentina abolición de las prohibiciones ha podido causar un efecto rebote en otros lugares ya superado previamente de modo más paulatino.

Hay, finalmente, la posibilidad, siquiera remota, de que la discrepancia estadística no responda a una real diferencia, sino que sea debida al número relativo de experimentos, al método o a la calidad de la medida. Termino esta disquisición maliciando que a la economía de los países del norte le vienen muy bien las supuestamente insalubres circunstancias del sur; así, millones de sus ciudadanos dejarán los ahorros anuales disfrutando de sus vacaciones en territorio patrio.

Ya veis que, hasta aquí, no he hecho sino dar palos de ciego elucubrando sin fundamento. Parece que quienes nos gobiernan lo tienen más claro: pese a reconocer la consejera de salud que la gran mayoría de los nuevos positivos son asintomáticos y que el aumento de los casos no se ha reflejado (por lo menos hasta ahora) en el número de hospitalizaciones, asegura que la vacunación no es suficiente y que debemos mantenernos alerta; más aún, que la pandemia está muy lejos de acabar. Algo no cuadra; cuando se autorizó la administración de las vacunas más populares todas arrojaron ratios de eficacia superiores al 90 % y se afirmó con toda rotundidad que, con el 70 % de la población vacunada (porcentaje que, al ritmo que vamos, muy bien pudiera alcanzarse antes de finalizar agosto), la inmunidad de rebaño estaba asegurada. O las vacunas no eran tan eficaces como en su momento se publicó o, más probablemente, estamos ante una población y unas autoridades que no saben cómo volver a la normalidad y no son capaces de asumir que el COVID convivirá con nosotros durante muchísimo tiempo, tal vez durante miles de años, como muchas otras enfermedades infecciosas que nos afligen. Es ya el momento de que las administraciones determinen las cifras, realistas y compatibles con el feo vicio que tenemos de disfrutar de la vida, a partir de las cuales se considere la enfermedad definitivamente controlada. Mientras tanto, nos piden hacer el enésimo último esfuerzo.

 
 
 

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