11 abril 2021 (1): Comemos más, pero peor
- Javier Garcia

- 11 abr 2021
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Los ciudadanos del mundo de hoy vivimos una ajetreada existencia que no deja mucho espacio al desarrollo del ámbito privado de relaciones y actividades. Hay pues poco tiempo para comer y, mucho menos aún, para cocinar. El rito maravilloso de sentarse ante un plato apetitoso y degustarlo sosegadamente y en buena compañía se sustituye las más de las veces por una insalubre deglución rápida de cualquier cosa que nos permita retomar el trabajo en el menor tiempo posible.
Pero no siempre fue así, hace escasas décadas, teníamos la buena costumbre de espaciar la mañana de la tarde comiendo sin prisa y en compañía de los nuestros. Y, cuando almorzábamos en el trabajo, o por motivos de trabajo, no todos los días despachábamos la inaplazable cita con las tripas por la vía de la liturgia rápida, sino que, en ocasiones, nos enfrentábamos sin mayores objeciones a dilatados y desmesurados ágapes que daban fin a la jornada laboral mientras se alumbraban acuerdos y negocios más o menos relevantes. Ahora todo se decide ante un misérrimo plato de sintéticas galletas, humedecidas en un espantoso café, de esos de los expedidos por las máquinas de “vending”, estratégicamente apostadas en cualquier esquina entre la sala de reuniones y el servicio.
Claro que, cuando llega el fin de semana o las vacaciones, la dieta no es mucho mejor: como consumimos nuestro tiempo libre con la misma ansiedad que un buceador toma aire tras la apnea, renegamos de la compra y de la cocina; así que tiramos de la telemática para encargar una pizza ahíta de grasa o despachamos sin demasiada liturgia un bocadillo que rezuma kétchup y mayonesa como únicas señas de identidad.
El esfuerzo no es lo nuestro: los frigoríficos están repletos de lácteos, consumibles directamente sin más que arrancar el papel de aluminio que los resguarda, y de refrescos y cervezas, que liberan sonoramente su duende carbónico en cuanto descorchamos. Los congeladores guardan celosamente algunos platos preparados, que estarán listos para su consumo en unos pocos minutos de radiación por microondas, y la despensa rebosa de galletas, productos de repostería y complementos alimenticios; estos últimos destinados a acallar nuestra mala conciencia dietética.
Muy de vez en cuando, y con el único ánimo de poder pasar por gourmets, tiramos la casa por la ventana y dejamos que alguno de esos cocineros mediáticos esquilme nuestros ya depauperados bolsillos a cambio, tal vez, de un minúsculo trozo de carne cocida (eso sí: hervida durante horas a muy baja temperatura), o de una tortilla de patatas en un estado de agregación ("deconstruida”, dicen los enterados) que la torna irreconocible y, por cierto, no más apetitosa.
¿Y qué hay de nuestros hijos? Los niños no corren mejor suerte: huérfanos de atención por el trabajo de sus padres, desayunan “in itinere” a base de bollería industrial, ahogan sus frustraciones en el recreo entre malsanas golosinas, almuerzan de catering escolar y, antes de acostarse, sacian su apetito con cualquier precocinado recalentado.
Los que ya peinamos bastantes canas recordamos con nostalgia los contundentes cocidos donde las legumbres se fundían en sabio maridaje con volatería, embutidos y casquería, de modo que la semilla quedaba tierna y entera y el caldo consistente. O aquellas cazuelas de bacalao, merluza, callos, caracoles o chipirones donde tomaba forma el milagro de una salsa enriquecida con los efluvios del producto sin que este perdiera un ápice de jugosidad y sabor. No digamos nada si el recipiente era de barro y el guiso se controlaba desplazando el puchero o la marmita sobre el calor variable de una chapa de carbón.
Nada queda de todo aquello, ni siquiera en los santuarios gastronómicos de los restaurantes de postín, donde también prima la productividad y, con el pretexto de que hay que salvaguardar los sabores y evitar que las carnes y los pescados se pasen o resequen, anatemizan el guiso. De ese modo, la vianda principal, la salsa y la guarnición se unen, por primera y única vez, en el plato. La cocina se convierte así en una más de las artes plásticas y, de paso, el negocio de la restauración se ahorra el riesgo de preparar mayores raciones que las finalmente demandadas (el concepto de producción “just in time” también ha conquistado los fogones). Por cierto, que esa obsesiva atención a la estética tiene también su fundamento comercial, dada la probada preferencia de los clientes por el colorismo y la belleza del emplatado. Así que, como es patente la mayor intensidad y brillantez de los colores de los ingredientes crudos, se apologizan los sushis, cebiches, tartares, crudités y cualquier otra cosa que no haya experimentado mayor calentamiento que el lado oscuro de Plutón.
Resumiendo, que en los asuntos del estómago nos decantamos por lo rápido, lo cómodo, lo limpio y lo barato. Creedme que es harto difícil que esta ecuación converja en torno a una solución real. Pretender comer sin ocuparse de la compra, la cocina, el servicio y el fregado y, además, hacerlo razonablemente bien a precios más económicos que en casa es pensar en lo excusado.

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