10 octubre 2021 (2): El pecado de la obsesión
- Javier Garcia

- 10 oct 2021
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Un informe independiente solicitado por el episcopado francés ha dado como resultado la contabilización de al menos 216.000 casos de abusos sexuales de menores cometidos por el clero desde 1950. Pese al largo tiempo contemplado en el estudio, el número tan escandalosamente alto de presuntos delitos descubiertos no deja lugar a dudas acerca de la naturaleza sistémica del problema así como de la nula vigilancia ejercida por parte de la jerarquía, cuando no de su complicidad por la inacción o el encubrimiento deliberado. Pese a que no muchas otras Conferencias Episcopales han dado aún ese paso al frente y reconocido lo que numerosos testimonios apuntan, uno puede figurarse, con escaso riesgo de equivocación, que este repugnante comportamiento no ha sido exclusivo de las sotanas y los hábitos galos y que, por el contrario, ha infectado a un sector numeroso de sacerdotes y ordenados de todo el orbe.
Cuando solo se observa la evidente correlación entre la denominada "vida consagrada" y la pederastia, uno podría caer en la tentación de concluir que es la propia enseñanza religiosa la que predispone o, peor, incita a cometer estos reprobables crímenes; o, alternativamente, que la vocación religiosa y la perversión sexual comparten idénticos perfiles psicológicos.
Seguro que no es el caso, pienso que los clérigos no se diferencian como colectivo del resto de los mortales y que las causas de su iniquidad son otras. Empecemos por la imposición del celibato obligatorio. Contra lo que pudiera parecer, el cristianismo de los primeros tiempos no exigía de sus sacerdotes que fueran célibes, por el contrario, la corriente favorable al voto de castidad fue ganando terreno paulatinamente, hasta que se impuso como obligatorio por decisión de los dos concilios de Letrán, celebrados en el siglo XII. Esta reglamentación fue más pragmática que teológica: los religiosos, si carecían de familia, podían dedicar la totalidad de sus vidas al servicio de la fe y, si poseían o acumulaban algún patrimonio, este acababa enriqueciendo a la Iglesia.
A esto hay que añadir que la Iglesia Católica, siempre aliada del poder "temporal", encontró en la vida privada el contexto ideal para dictar su código ético sin riesgo de chocar con los intereses de reyes y nobles. Así que la lujuria fue elevada a la máxima categoría de la perversidad; la libertad sexual fue anatemizada y su ejercicio reprobado hasta asimilarlo con lo demoníaco. Y es sabido, amigos míos, que no hay nada más atractivo que lo prohibido, por vedado y envuelto en el misterio de lo inaccesible, más deseable.
Otro factor coadyuvante a la degradación moral de las sotanas ha sido el poder detentado. Y los eclesiásticos lo han ejercido sin más límite que la convivencia con el brazo civil y militar de los imperios. Como colectivo comendador de los creyentes, la Iglesia era el exclusivo interlocutor entre Dios y los fieles y, claro, se hacía difícil denunciar o siquiera sospechar maldad alguna entre quienes, como representantes de la divinidad en la Tierra, se suponían puros y exentos de los vicios que corroían al resto de los mortales.
Concluyendo, si uno se siente poderoso y, consiguientemente, legitimado para subyugar a sus semejantes sin temer castigo humano o divino; si, además, el deseo se exacerba por la prohibición y el sexo se eleva a la categoría de arcano y si, finalmente, está en tus manos la educación de inocentes e indefensos infantes, se concitan todos los ingredientes para que claudiques ante la tentación.
Así que si la Iglesia desea honestamente acabar con esta lacra le aconsejo volver la mirada a los débiles, denunciar su secular alianza con los poderosos, poner el énfasis en el pecado capital de la avaricia, despreocuparse de las conductas exclusivamente concernientes al ámbito privado, permitir el matrimonio de sus ministros, curarse del “síndrome de Eva” y reconocer la plena igualdad de la mujer, rehusar la posición de privilegio otorgada por los concordatos y renunciar al adoctrinamiento en las aulas. Quien soslaya la tentación evita el pecado y, sobre todo, el delito.

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