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10 julio 2022 (1): Recesión

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 10 jul 2022
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 11 jul 2022

Hace muy poco tiempo nos prometían unos felices veinte, al estilo de sus homónimos del siglo pasado. Es decir, un dilatado periodo de crecimiento económico, estabilidad en los mercados y más y mejores empleos. Pero en un intervalo de tiempo relativamente corto las cañas se tornaron lanzas y las buenas expectativas en lúgubres augurios. Los argumentos que justifican el inopinado cambio de escenario son de sobra sabidos: el destrozo ocasionado por la pandemia y ahora la crisis energética y la desbocada inflación causadas por la guerra en Ucrania.

Sean cuales fueren las verdaderas causas del cambio en el pronóstico, tengo claro que el futuro a corto y medio plazo se vislumbra sombrío virando a negro. Esto refuta aquellas peregrinas teorías sobre el fin de la historia y consolida la naturaleza periódica, sinusoidal, de las circunstancias económicas. Y es que nuestro sistema y su estabilidad se fundan en algunos postulados que son manifiestamente falsos. La sociedad de mercado solo subsiste creciendo; así que exige de materias primas, fuentes de energía y capacidades de fabricación ilimitadas. Es evidente que no es así, y bien que lo estamos sufriendo con el cambio climático y la invasión de los plásticos. Pero es que, aun sin esas condiciones de contorno, la demanda tiene límites y, después de periodos de frenético consumo, el apetito por la compra se retrae inevitablemente. Sobre todo si cuando, como es el caso, buena parte de las operaciones comerciales se hacen con dinero "creado de la nada", concedido mediante créditos no sustentados en valor alguno; lo que, a su vez, desata el inflado de burbujas que, tarde o temprano, y debido a la insolvencia rampante, terminan por reventar.

Pero lo que más me preocupa de estas crisis periódicas es que ahondan el problema de la desigualdad. Veréis, durante las fases expansivas de los ciclos económicos es tal la necesidad de capital que el sistema precisa de los recursos financieros de los pequeños comerciantes, los profesionales y aun de las capas trabajadoras más exitosas. Todos estos modestos inversores, atraídos por unos rendimientos mayores que los depósitos a plazo fijo y los bonos públicos, confían sus ahorros a fondos de diverso riesgo y planes de pensiones fuertemente estimulados por la mayoría de los regímenes fiscales. Pero cuando llega el tiempo de la contracción, y los mercados empiezan a sufrir graves descensos en sus cotizaciones, los inversores más humildes, que simultáneamente están sufriendo un serio quebranto de sus finanzas por la pérdida de la capacidad adquisitiva de sus salarios o por caer en el desempleo, han de vender, aun experimentando notables pérdidas. De esta coyuntura se benefician las grandes fortunas, al abrigo de cualquier contratiempo, que aprovechan la bajada de precios para comprar masivamente a los infortunados sin recursos. En cada ciclo, el capital detentado por los más poderosos crece a mayor ritmo que la participación de los pequeños ahorradores, de modo que este mecanismo contribuye apreciablemente a que el estado de cosas evolucione hacia menos potentados cada vez más ricos. Y es que en este casino que es la economía de mercado siempre gana el que tiene más "fichas", porque le basta doblar la apuesta cada vez que pierde para, al fin, hacer saltar la banca. Y eso sin citar la plausible posibilidad de que el jugador más rico tenga participación en el casino y pueda manipular los dados o los mazos de cartas.

La única esperanza de detener este carrusel de destrucción es la regulación, pero mientras que la economía se ha globalizado, la intervención del estado está limitada nacionalmente y los entes internacionales están al servicio del gran capital y son renuentes a establecer fórmulas para el control de los flujos de dinero o para la persecución del fraude fiscal en el ámbito planetario. La que nos espera.

 
 
 

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