1 octubre 2023 (1): La felicidad debe parecerse a esto
- Javier Garcia

- 1 oct 2023
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Mis hijos viven en la diáspora, como muchos otros de nuestros millennians que, sobradamente preparados, han debido hacer las maletas para buscarse las alubias donde valoran más que aquí sus conocimientos y capacidades. A nosotros los padres, boomers e, incluso, anteriores, nos toca arroparlos en su forzado destierro y, claro, visitarlos de vez en cuando, con la suerte de que mis destinos son dos de las mecas culturales del globo: Florencia y Venecia.
Salvo el cada vez más escueto lapso del crudo invierno, estas capitales mundiales de la Baja Edad Media y el Renacimiento están permanentemente invadidas de una muchedumbre bulliciosa y alegre que callejea sin espacio para el desaliento. Este gentío proviene de todos los rincones del globo: anglosajones, nórdicos, orientales, semitas, latinoamericanos, mediterráneos y africanos, todos homogeneizados bajo la uniforme indumentaria para el turisteo: camisetas luciendo lemas sinsorgos, pantalones cortos, ex profeso decolorados, deshilachados y rotos, calzados cómodos, idóneos para las maratonianas rondas a pie y prestos los móviles, tanto que muchos incurren en el despropósito de gozar de todas estas maravillas de la cultura universal a través de la pantalla del celular, pese a tenerlas delante de sus mismísimas narices.
Pero no todo es admirarse ante el arte imperecedero, así que a estas desocupadas gentes también les da tiempo y su bolsillo para comprar compulsivamente cualquier cosa, da lo mismo que se trate de souvenires, paradójicamente fabricados todos en la misma zona del mundo, que de prendas y perfumes de los que ya produce masivamente la industria del lujo (creo que la exclusividad ha pasado a mejor vida). Pero, sobre todo, lo que hace esta plaga bíblica es comer y beber sin tasa ni tino, sin horario, sin control del gasto, sin regímenes dietéticos, sin contabilidad calórica, sin exigencias gourmets y sin demasiada preocupación por degustar algo auténtico y propio del lugar.
Invariable el estereotipo del visitante, e ininterrumpido el ruidoso fondo acústico, causado por la uniforme jerigonza de las cien lenguas entremezcladas, parece que estos eufóricos turistas son siempre los mismos, viviendo una suerte de vacaciones sin fin, inmunes a toda clase de desdichas. Esto semeja lo más próximo a los Campos Elíseos que he visitado; lo más parecido a la felicidad de lo que puedo dar testimonio.
Pero pese a las apariencias, la Arcadia no se halla ni en el Veneto ni en la Toscana. Como en la naturaleza, donde sobreviven precariamente diminutas islas de orden en medio del caos infinito, tampoco estas gentes son lo que parecen ni representan a la inmensa mayoría de la doliente humanidad. Reparo aquí en que si algo las caracteriza es que tienen mucho de casi todo: mucha juventud (los de edad provecta somos claramente minoritarios), mucha salud, bastante dinero, por lo menos el suficiente para permitirse ciertos excesos, y dilatado tiempo para el asueto. La abundancia, ya se sabe, es la rara condición de unos pocos privilegiados, por algo a la economía la definen como la ciencia de la escasez. Así que, a pesar de agruparse en multitudes, son solo unos cuantos los que gozan de estas maravillas. Es más, no es oro todo lo que reluce, y tampoco todo esos aupados sobre chanclas están tan sobrados de bendiciones, yo mismo pululo entre ellos sin compartir su condición de agraciados: no tengo juventud, de dinero ando justito y la salud ya tal; eso sí, soy el rey del ocio, una especie de dios Momo que bendice la fiesta, aunque le resten escasas fuerzas para protagonizarla y que, como él, gusta de encarnar el sarcasmo y la sátira. Y eso es, en definitiva, lo que intento todas las semanas en este mordaz blog. Que también viajéis con salud, compartáis la sensación de pertenecer al colectivo celestial, ese que disfruta de todo lo maravilloso que este mundo ofrece, y yo lo vea.

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