1 mayo: ¡Nos ha tocado la lotería!
- Javier Garcia

- 10 may 2020
- 2 Min. de lectura
Corren malos tiempos, confinados y cada vez más preocupados por un incierto futuro. Así que se hace difícil recrearse en la existencia que nos está tocando experimentar. Uno puede sentirse hastiado, y hasta tentado de mortificarse con la búsqueda de un ilusorio sentido de la vida.
Sin embargo, hay que disfrutar, beber cada sorbo del ser con el mismo placer que cuando degustamos nuestra exquisitez favorita. Y os diré por qué: por el simple hecho de existir, y por ser conscientes de nuestra realidad y de la de todo lo que nos rodea. Para comprender el enorme privilegio que la simple lectura de este texto representa (y no estoy hablando de su calidad, opinable y, con toda seguridad, manifiestamente mejorable), dejadme que os demuestre que somos hijos de un acontecimiento inimaginablemente insólito.
Aunque la comunidad científica mayoritaria considera a la vida un fenómeno inevitable, cuando concurren las circunstancias adecuadas durante un tiempo no demasiado largo en términos cosmológicos, la propia historia de la Tierra nos enseña que la aparición de microorganismos no tiene por qué culminar necesariamente en el surgimiento de seres más complejos, como los eucariotas y los animales pluricelulares (alguno de esos pasos tomó mucho más tiempo que la propia aparición de la vida). Aún menos obligado resultaría el surgimiento de una inteligencia capaz de construir una civilización y de alcanzar avanzados niveles tecnológicos. Resumiendo: ya tenemos suficientes indicios como para barruntar que las biosferas habitadas por elevadas consciencias son escasas, al menos en relación a la enormidad del Universo.
Si nuestra estirpe es extraña y efímera, ¿qué se puede decir de la existencia, individual e intransferible, de cada uno de nosotros? De un lado, representamos uno entre un colectivo del orden de un uno seguido de diez ceros de seres humanos que hayan vivido o vivan en la actualidad. De otro, respondemos a un código genético único (salvo que tengamos un hermano gemelo, y aún en ese caso parece que existen algunas diferencias), resultado de una infinidad de combinaciones casuales previas. Incluso las últimas del enorme conjunto de circunstancias concurrentes en nuestro ser: nuestros padres y el alumbramiento del zigoto (primera célula dotada con toda nuestra información genética), resultan harto azarosas. Digamos que procedemos de uno solo de los aproximadamente un uno seguido de once ceros de espermatozoides que nuestro progenitor masculino eyaculó a lo largo de toda su vida, y de uno solo de los 400 óvulos fértiles que maduraron en el vientre de nuestra madre. Como cada una de estas células germinales estaba caracterizada por una aleatoria y exclusiva recombinación (una especie de barajado) de los genes procedentes de los abuelos y pudo sufrir mutaciones únicas, el número de dotaciones genéticas posibles resulta incomprensiblemente gigantesco; sobre todo si se tiene en cuenta que los genomas humanos están constituidos por unos 3.200 millones de pares de bases y más de un par de decenas de miles de genes. Con todo, es evidente, porque de otra forma no estaríamos conversando, se dio la improbabilísima concurrencia de circunstancias que alumbró nuestras exclusivas personas.
Así que ya lo sabéis: nos ha tocado la más absurdamente mezquina lotería, tanto que nadie con un mínimo de criterio probabilístico jugaría a ella. Abrid la botella de champán y brindemos por nosotros y, ya que estamos de festejos, por el paseíto de mañana.

Comentarios